El ajo, es una hortaliza cuyo bulbo, de color blanco o cremoso y muy oloroso, se reúne entorno a un tallo discoide, recubierto por escamas translúcidas de color blanco-amarillas, formando la denominada “cabeza de ajo”.     

El cultivo del ajo es muy antiguo, y su origen se ubica en Asia central, desde donde se extendió a muchas partes del mundo. Común en Europa desde el Imperio Romano, ya se utilizaba en India y Asia antes de la llegada de los europeos. En el periodo colonial fue introducido en África y América.    

El ajo posee numerosas propiedades, entre los que cabe señalar su poder antiséptico, antiinflamatorio, bactericida, antiviral, antifúngico y antiparasitario intestinal. Son sus componentes sulfurados, los que concentran la mayoría de sus propiedades. Asimismo, el ajo previene enfermedades vasculares al reducir el nivel de colesterol, disminuir la presión arterial además de poseer un efecto anticoagulante y también ayudar a prevenir la diabetes II gracias a su poder hipoglucemiante. Finalmente, destacar que los compuestos alil-sulfidos que posee, bloquean el desarrollo de ciertos tumores, consiguen parcialmente reparar el material genético celular dañado, al mismo tiempo que mejoran las defensas del individuo.        

El ajo es un aromatizante imprescindible en la cocina popular y su uso está muy extendido geográficamente, constituyéndose como el elemento principal en la elaboración de numerosos guisos y salsas. Su consumo se puede producir tanto en fresco (ajetes), como seco, deshidratado, entero, picado finamente, rallado, fileteado, y, en ocasiones, mezclado con aceite en función de la receta seleccionada. Es especialmente recomendable su utilización en asados de carne, a los que dota de un sabor realmente gustoso. Además, da nombre a numerosos platos, como la ajada, el pollo al ajillo o la sopa de ajo.   

Para conservar las cabezas de ajo enteras, es conveniente dejarlas en un lugar ventilado. No siendo conveniente su conservación en recipientes cerrados ni en la nevera.